viernes, 14 de noviembre de 2008

Engrane 1

Al divisar la Isla Capital posada sobre el horizonte, flotando a mil metros de altura sobre el mar abierto, Gunnar Skaersson por pudo relajar la guardia después de una travesía que le había llevado en su velero aéreo a través de dos continentes y tres mares.
“Muero por probar algo del menú de Madame Dorothy. Lo que sea” dijo Gunnar, con una sonrisa relampagueante, mientras divisaba por la proa de su navío, junto a su oficial segundo al mando.
“La comida del sur nunca fue mi favorita, capitán, pero si insiste lo acompaño”, respondió Pierre DuLac. “Sólo si usted paga”.
“Eres un maldito gorrón, Pierre. Nunca cambies”.
Mientras el oficial daba media vuelta y regresaba a dirigir a la tripulación, alistándolos para el desembarco en la Isla, Gunnar quedó sólo de nuevo junto a la borda, y sus pensamientos lo orillaron inevitablemente a pensar en el rey, a quien le debía toda su lealtad como miembro destacado de su armada; circunstancia que le guardaba un asiento cercano al trono en tiempos de confección de planes de guerra, y la conducción de los escuadrones más exitosos en el desarrollo de los conflictos.

Conflictos que desgraciadamente habían vuelto paranoico al rey, después de haber estado cerca de perder la vida en varias ocasiones, siendo salvada su integridad directamente por Gunnar en dos de ellas. Pero después de ver tan de cerca a la muerte por más de una vez, el miedo y el delirio hicieron que el rey decretara la construcción de una nueva capital del Imperio de la Luz, edificada sobre una isla flotante, errante, a salvo de los ataques menos elaborados y poderosos. Isla que era un dechado de tecnología de punta, con la única desventaja de que los mecanismos que la sostenían en el aire generaban tanta humedad, que las nubes la perseguían como un perro a su amo.

Esta mudanza modificó el modo de vida de Gunnar en tiempos de paz. Con su hogar alejado del centro de la actividad gubernamental, las misiones de comercio de la mayor relevancia quedaban bajo su control, por lo que eran raras las ocasiones en las que podía ver a su pareja, a quien ya no extrañaba con ansiedad después de tantos viajes; pero justo cuando estaba por atracar en los muelles de la Isla, era cuando más resentía su ausencia: que su mano tan femenina acariciara su cabello negro, que sus labios escarlata se posaran en sus blancas mejillas, que sus abrazos posaran su cabeza en su pecho.
“¿Pensando otra vez en Vania?” aventuró Pierre, al observar la ensoñación de su jefe.
“Pronto haré más que eso. Mañana mismo salimos de regreso, para que avises a la tripulación”.
Pero Pierre tenía otros planes para su capitán.

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